De lingüística románica (II)

Por Juan Carlos Andrés.

Heri dicebamus o según la versión luisiana más conocida ‘decíamos ayer…’, el latín fue variando progresivamente hasta desembocar en variantes o lenguas diferentes.

Reparemos ahora en los conceptos “sustrato, adstrato y superestrato”. Empecemos por el primero. Se conoce como sustrato o lenguas de sustrato a las hablas existentes en una zona adonde llega una nueva lengua que acaba imponiéndose o siendo aceptada por sus habitantes. Así por ejemplo, se llama sustrato ibérico a las lenguas habladas en la península ibérica antes de la llegada del latín y que, desde el siglo II a.C. hasta aproximadamente el s. II d.C. en que dejaron de ser habladas, fueron capaces de aportar préstamos léxicos, rasgos fonéticos, estructuras sintácticas o cualquier otra cosa al latín de Hispania hasta hacerlo distintivo frente a otras variedades latinas.

Si recordamos la teoría de la expansión de las manchas que comentábamos en la entrega anterior, podemos explicarla tomando como ejemplo la palabra ‘izquierda’: raíz común a las lenguas neolatinas de la península ibérica (catalán esquerra, portugués esquerda) que vendría a sustituir a la original latina sinistra y que identifica a las lenguas iberorrománicas frente al resto, que mantienen derivados del original latino (italiano sinistra) o que han adoptado otras voces de origen distinto (francés gauche). Así esta pequeña variante se extiende por un territorio determinado y contribuye a formar un dominio diferente al resto, con el añadido de otras variantes o manchas, y así sucesivamente.

En la lingüística románica se concede especial importancia al sustrato celta, esto es, a los territorios donde se hablaban o se habían hablado lenguas de origen celta y sobre las que cayó el latín en su expansión por el occidente europeo. Su influencia es valorada de forma dispar por los lingüistas, aunque se acepta de modo general y, como rasgo más definitorio, podemos citar al que se conoce como “lenición celta”.

A pesar de que se trata de algo complejo, intentaremos simplificarlo. La lenición celta describe un fenómeno fonético cuyas consecuencias se observan en las lenguas latinas occidentales y que, por contra, no tuvo lugar en las lenguas de la Romania oriental, por lo que constituye un fenómeno diferenciador entre ambas ramas del tronco latino originario.

La palabra lenición es un tecnicismo de la Lingüística que no tiene aún cabida en los diccionarios generales. Se deriva del adjetivo latino lenis, -e, que significaba ‘suave’. Por consiguiente, entendemos por lenición la pronunciación suave, relajada, de ciertos fonemas latinos, especialmente de los oclusivos en posición intervocálica o agrupada.

Veamos un ejemplo sencillito que ilustre lo que quiero decir: ‘rueda’ se decía en latín rota. Fijémonos en que en la posición donde en latín aparecía una “t” nosotros tenemos una “d”. O lo que es lo mismo, en latín existía un fonema oclusivo dental sordo (eso es una “t” normal) que en su paso al español ha desembocado en un fonema  oclusivo o fricativo dental –o interdental, según- sonoro. Notemos la diferencia sordo / sonoro. Quiere esto decir que en latín se pronunciaba tal sonido con ausencia de vibración de las cuerdas vocales, mientras que nosotros ahora hemos pasado a pronunciarlo con dicha vibración: el nuestro de ahora es un sonido más suave (=lene) que el latino. Exactamente igual podemos comprobarlo, si ahora comparamos nuestras palabras cata / cada, tomar / domar o cualesquiera otras que presenten ambos fonemas, el sonido de la “d” es siempre más suave que el de la “t”.

Pues bien, las voces patrimoniales latinas que contenían una “t” entre vocales han relajado su pronunciación en la zona románica occidental (coincidente con el sustrato celta), mientras que no lo han hecho en la zona románica oriental (donde no había habido, o casi, pueblos celtas a la llegada del latín): francés roue (por la misma razón se explica la desaparición de ese fonema dental; en la zona de la antigua Galia la presencia celta fue más abundante y, consecuentemente, su influencia mayor: tanto llegó a relajarse el sonido que, incluso, desapareció), catalán y portugués roda, español rueda. En la zona oriental, sin influencia celta, tenemos el italiano ruota o el rumano roata.

En la misma línea podemos poner más ejemplos de oclusivas intervocálicas. Así, con la pareja de fonemas oclusivos labiales, sordo y sonoro, “p” / “b” podemos observar idéntico efecto. ‘Cabello’ en latín se decía capillu(s) y encontramos, dentro de la rama occidental, el francés cheveu, el catalán cabèll, el provenzal cabel o el portugués cabêlo; mientras que del otro lado, el italiano capello testimonia la permanencia del sonido menos suave, el fonema oclusivo labial sordo.

Compárense las lenguas nacidas de la rama occidental del latín con las de la rama oriental y se verá cómo ha actuado la lenición: una novedad que surge por contagio en una zona determinada se extiende por ciertas zonas (la parte occidental) del mapa sin llegar a manchar otras (la parte oriental), y, dentro de toda la zona por donde sí se extiende la mancha podemos observar distintos matices motivados por otras manchas o manchitas que influyen en la mezcla.

Valgan los casos aquí expuestos como ejemplos de lo que queremos decir para explicar la influencia del sustrato en el latín y, por ende, en las lenguas románicas.

Detengámonos ahora en otro de los conceptos mencionados: el adstrato. Por tal los lingüistas entienden la influencia que una lengua ejerce sobre otra vecina, ya sea por contigüidad territorial o por convivencia en un mismo espacio.

Lo cierto es que toda lengua de sustrato ha de haber sido previamente considerada como adstrato, al menos mientras ambas coexistieran en el mismo lugar.  Pero dejando esto de lado, citemos algunos ejemplos clarificadores de influencias o préstamos lingüísticos adstráticos que sirvan para explicar la formación de los distintos dominios lingüísticos de la Romania.

El ejemplo más claro de ello nos lo aporta el griego. Desde tiempo inmemorial el latín fue tomando palabras prestadas del griego porque esta lengua fue y había sido vehículo de una cultura poderosísima, capaz de trascender en el tiempo y en el espacio hasta el punto de que la nuestra contemporánea es deudora inequívoca de ella. Y no digamos nada de la cultura latina, que ya en su momento era consciente de ello como lo demuestra el aforismo latino Graecia capta ferum victorem cepit (‘Grecia vencida venció a su fiero vencedor’).

Esa influencia cultural y lingüística es visible en la Antigüedad de antes y de después de Cristo. Los conceptos de los filósofos griegos y los conceptos científicos ya penetran el latín en los inicios de su expansión, y siguen haciéndolo siglo tras siglo. Como especialmente abundante fue la adaptación de términos helénicos con la expansión del cristianismo:

ἐκκλησία (‘asamblea’) > latín Ecclesia, de donde viene Iglesia; πρεσβύτερος (‘anciano’) > latín presbyter, de donde viene presbítero; εὐαγγέλιον (‘buena noticia’) > latín  evangelium, lógicamente evangelio; y así cientos de palabras.

Para poner un último ejemplo de este tipo, fijémonos en palabra; esta voz (como el catalán paraula, el francés parole, el italiano parola, el portugués palavra) proviene del latín parabola, forma que sustituyó en toda la Romania a la latina originaria verbum, y cuyo origen se halla en el griego παραβολή.

Así pues, vistas las influencias de sustrato y de adstrato, vamos a pararnos un momento en las de superestrato, y  principalmente en la influencia de las hablas germánicas.

Las lenguas y dialectos germánicos durante mucho tiempo estuvieron en contacto con la lengua latina: en la expansión de ésta por la Europa occidental y, sobre todo, en la época más tardía del imperio cuando los bárbaros germánicos fueron progresivamente asentándose en él, ya de forma pacífica, ya violenta.

El número creciente de germanos en el ejército romano o entre los hombres libres y siervos que habitaban en distintos territorios incrementó la aportación de vocablos germánicos al latín: más en el vulgar que en el culto.

Las sucesivas oleadas de pueblos germánicos que, propiciando la caída del imperio, fueron asentándose en la Romania dejaron como herencia una gran cantidad de palabras. Allí donde hubo más germanos asentados, estas son más y más variadas, especialmente en Francia.

En Hispania particularmente no fueron demasiados los pueblos germánicos que llegaron a asentarse. Tan sólo los visigodos –que ya llegaron muy latinizados-, los vándalos y, parcialmente, los suevos.

Las siguientes palabras proceden de formas latino vulgares tardías tomadas de voces germánicas: guerra, tregua, espuela, ganso, rico.

A ellas podemos sumar un montón de nombres propios de persona que seguro que nos resultan familiares: Adolfo y su variante Ataúlfo, Rodrigo, Rodolfo, Rogelio, Rosamunda, Rosalinda, Sigfrido, Clodoveo y su derivado Luis, Carlos, Elvira, Bernardo, Herminio, y tantos y tantos más.

Dentro de las influencias de superestrato, además de los dialectos germánicos, hay que mencionar los cuantiosos elementos árabes, fundamentalmente léxicos, que llegaron, podríamos decir, a última hora cuando, colapsado ya el imperio romano totalmente desde el s. V, las distintas variantes de latín vulgar presentaban unas formas cada vez más manifiestamente alejadas del latín culto.

El árabe, por medio de los musulmanes, penetra en la península ibérica a comienzos del siglo VIII, cuando la descomposición del latín culto en las diferentes variantes del latín vulgar era ya irremediable.

Ejemplos de la influencia árabe los tenemos por centenares: almohada, acequia, aceituna, Guadiana, Guadalquivir, alcachofa, azufre, jarabe, naranja, tambor…

Aquí terminamos con el sustrato, el adstrato y el superestrato; y confío en que lo dicho haya ilustrado sobre los esquemas de formación y desarrollo lingüísticos, a pesar de haber limitado la explicación a parcelas tan concretas como la fonética y el léxico. Pero, como segunda aproximación, creo que puede ser suficiente.

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